FLOR PUCARINA, libro de periodista Antonio Muñoz Monge
Jorge Paredes Laos ( diario El Comercio)
Más que una cantante, es un mito. Su nombre se pronuncia con esa emoción que se guarda para los personajes de culto. Y Flor Pucarina es una leyenda que se acrecienta con los años en el recuerdo de sus cientos de miles de seguidores, en las intérpretes que hoy buscan emular su figura, e incluso en quienes aseguran que ella todavía vive como una sombra furtiva en las plazas y bares de La Victoria.
En el escenario era vanidosa y altiva, y con su voz profunda —esa que le cantaba a la traición, al sufrimiento y al desamor— marcó un antes y un después en la interpretación del huaino. Alguna vez se dijo que, si México tenía a Chavela Vargas, el Perú tenía a Flor Pucarina, y si el género criollo lucía a Lucha Reyes, la música andina lo hacía con ella. Como la cantante del Rímac, la diva huanca también estuvo marcada por la soledad y el éxito, por el desarraigo y la alegría, por la pobreza y la opulencia.
Si bien nació en Pucará, un pueblito del valle del Mantaro, su voz se escuchó desde fines de los cincuenta por todos los rincones de ese Perú efervescente de los coliseos, de las fiestas patronales, de los clubes departamentales y de los locales picantes de la carretera Central. Su huaino “Ayrampito”, compuesto por Emilio Alanya Carhuamaca, ‘Moticha’, y grabado en 1965 por la disquera El Virrey, llegó a vender casi un millón de copias. Una cifra increíble para alguien que era escuchada casi clandestinamente, de madrugada en la radio, por una legión de vigilantes, empleadas domésticas, choferes y ambulantes. Una multitud que convirtió a esta mujer nacida en 1935, bajo el nombre de Leonor Chávez Rojas, en Flor Pucarina, la Puca, la Faraona de la Canción Huanca.
Ayrampito, de Flor Pucarina
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Su historia se parece a la de miles de migrantes provincianos. Nació en la pobreza absoluta. Criada por su abuela y su madre —su padre fue una sombra que se borró muy rápido—, se vino a Lima casi siendo una niña para estudiar y trabajar en los alrededores de La Parada, en La Victoria. En ese mundo marginal aprendió a vivir. Se dedicó a vender verduras y frutas, a hacer mandados, a trabajar como empleada doméstica, a coser ropa. Los pocos que la conocieron en aquel tiempo aseguran que era una muchacha esbelta de ojos rasgados y vivaces que sabía cantar rancheras hasta que fue ‘descubierta’ por el maestro de ceremonias puneño Wilfredo ‘Pollo’ Díaz; otros dicen que fueron los hermanos Teófilo y Alejandro Galván quienes la llevaron a cantar al Coliseo Nacional, cerca del Porvenir.
Era inicios de la década del sesenta y su primer huaino fue “Falsía”. Dos años después, grabó uno de su autoría, titulado “Pueblo huanca”; luego vinieron “Soy pucarina”, “Alma andina”, “Traición” y muchísimos más. Su fama creció no solo por su voz, sino también por sus excesos con la bebida, por sus aires de mujer rebelde y presuntuosa que nunca repetía un vestido en cada presentación, y que tenía a los mejores bordadores a sus pies, quienes la protegían, la querían y la vestían.